jueves, 27 de mayo de 2010

SOBRE BALANCES Y DIVULGACIONES

por Maximiliano Molocznik

El autor de Marxistas Latinoamericanos (2005), se expresa en este breve reportaje sobre la historiografía nacional y militante en la coyuntura actual. También lo consultamos en torno al aporte de los historiadores que se desempeñan en los medios masivos de difusión.


– ¿Existe una nueva camada de historiadores que le sirva al pensamiento nacional para reencontrarse con sus fuentes, con sus tradiciones? ¿Hay una historiografía militante, en la actualidad, que pueda considerarse heredera de Rodolfo Puiggrós o Jorge Abelardo Ramos, por citar algunas referencias?

– Creo que hay una inquietud en los jóvenes intelectuales que, en años anteriores, habían hecho sus tránsitos pura y exclusivamente por los ámbitos académicos; mediante un acercamiento de tipo epistemológico, en primer lugar, hacia algunos grandes pensadores de esta tradición que vos mencionás. En cuanto a intelectuales que puedan dotar a esa formación teórica de algún tipo de praxis política, tal vez todavía no.

Lo que noto es un flujo de ideas; una cierta apertura en algunos ámbitos educativos, en algunos sectores de algunas universidades y en muchos institutos de formación docente que, hace algunos años, eran absolutamente impermeables a cualquier relato que se presentara como cuestionador del viejo mitrismo liberal o, en su defecto, de sus modernos remozadores romerianos y halperinianos.

Noto que hay una inquietud por abajo que, de alguna manera, está ingresando de a poquito en los claustros. No te voy a decir que estamos en el nivel de las Cátedras Nacionales, porque sería una fantasía de mi parte; pero creo que esta percepción también va acompañada de una crisis de paradigma.

Es decir, esta historia social que durante muchos años fue hegemónica en el ámbito de la formación docente o en las líneas historiográficas, también ha encontrado sus propias crisis de paradigmas. Es un paradigma que todavía no ha sido modificado por otro, pero estamos en una época de grandes anomalías y estos debates historiográficos no se dan en el aire, porque nadie piensa en el aire ni las ideas flotan en el vacío. Este reverdecer de una historiografía militante —que se pretende heredera de los referentes del pensamiento nacional que vos mencionabas— no va desacoplado de un clima de época que lo contiene y también lo excede.

—En esta herencia hay una zona de riesgo, que se constituye en el uso —como si se tratara de verdades universales y aplicables a todo tiempo y espacio— de las conclusiones forjadas, con gran originalidad y para los problemas de su época, por una generación de pensadores. Casi puede decirse que corremos el riesgo de ver transformarse aquella producción teórica, que fue indudablemente revolucionaria en su tiempo, en meros clichés.

— Sí, claro. A mí me preocupa muchas veces cuando se habla mucho de Arturo Jauretche o de Raúl Scalabrini Ortiz, pero se los lee poco y se los analiza menos. Yo creo que eso tiene que ver, también, con ciertos tics, digamos, de la intelectualidad de clase media que, por ahí, encuentra como jugoso tomar dos o tres latiguillos y ponerse un barniz nacional y popular, para no ser menos progresistas y reforzar sus diferencias con sectores que son realmente reaccionarios.

Ahora, con respecto a lo que vos planteás, yo creo que todo rescate presupone un balance. Tantas veces le hemos criticado a ciertos sectores de la izquierda argentina esta manía de transportar, calcar o copiar modelos e intentar injertarlos, a contrapelo, en la realidad nacional. Creo que no podemos cometer el mismo error, porque la sociedad argentina indudablemente no es la misma que en los años ’40, ni en los ’70, ni en la época en la que estos autores escribían.

Sin embargo, yo creo que nos ofrecen pistas, claves y herramientas para pensar la realidad nacional con ojos nacionales. En ese sentido, creo que la obra de estos intelectuales sí tiene vigencia. En tanto uno se acerque críticamente a su obra, asumiendo que toda critica implica un balance. Me refiero a un balance capaz de situarlo en su tiempo y lugar superando, también, la siempre vigente demonización que pesa sobre el pensamiento nacional en ciertos ámbitos académicos. Porque tampoco hay que olvidarse que no son pocos los que lo han considerado huérfano de teorías o epistemológicamente insolvente.

—¿Qué opinás de las experiencias de comunicación historiográfica en el terreno de la difusión masiva, como las de Felipe Pigna, Diego Valenzuela o Gabriel Di Meglio? ¿Considerás que han sido experiencias positivas; que han servido como disparador para que las jóvenes generaciones se interesen en la temática histórica? O por el contrario ¿creés que la han bastardeado o tal vez deformado?

— Mirá, yo soy profesor en escuelas secundarias, aparte de hacer algunas otras actividades de investigación y militancia. Y si me preguntás desde ese lugar, te tengo que contestar que sí, que han servido de disparador.

Porque, indudablemente, no se les puede quitar el mérito de haber agitado cierto debate con algunos aportes interesantes. Tal vez esto se aplique más al trabajo de Pigna que al de Valenzuela o al de Di Meglio, que está más bien vinculado a una renovación de los estudios en los ámbitos universitarios sobre el protagonismo de los sectores populares.

Es cierto que cuando uno va a la fineza del planteo, muchas veces se encuentra con más puntos en disidencia que en coincidencia con Pigna. Pero si tomamos como referencia el vacío ideológico de los ‘90, el pensamiento único y la posmodernidad, su aporte es positivo; en función de que hoy, mínimamente, se ha instalado un debate sobre la historia y su papel.

Ahora bien, si nosotros queremos dar un paso y pensamos que la historia es mucho más que un gran relato; si la concebimos como un instrumento, si se quiere, ideológico, en función o acompañado un proyecto político; si creemos que la historia la protagonizaron los pueblos; que no es un depósito de cadáveres y cifras; si tenemos una verdadera concepción nacional, popular, latinoamericana y antiimperialista, vamos a encontrar —indudablemente— algunos límites en este tipo de divulgadores.

jueves, 20 de mayo de 2010

BICENTENARIO E IDENTIDAD CULTURAL

Por Graciela Maturo

El presente texto ha sido extraído del libro Bicentenario de la Revolución de Mayo y la Emancipación Americana, un más que recomendable trabajo colectivo publicado (abril de 2010) por el Instituto Superior “Dr. Arturo Jauretche”.

Estoy convencida del poder convocante de las efemérides, propicias a la reconsideración de la Historia y a la reflexión sobre la identidad de los pueblos. El Bicentenario de la Emancipación, común en estos años a varias naciones hispanoamericanas, nos alcanza en momentos de singular dispersión y crisis mundial, que hace más necesaria la revisión de conceptos trillados y la corrección de prejuicios ideológicos de las dirigencias sobre muchos temas.

La Argentina, como lo ha mostrado suficientemente e! revisionismo histórico del siglo XX, protagonizó, a partir de su emancipación, un creciente apartamiento de una parte de sus dirigentes con relación al período colonial. El prejuicio antihispánico de algunos próceres fue sin embargo matizado, como era previsible, por el estudio y el conocimiento de esa etapa, especialmente de sus obras históricas y literarias, que encabezaron autores del siglo XIX como Pedro de Ángelis y Juan María Gutiérrez.

La opción política triunfante luego de las guerras internas que dividieron el país fue, como se sabe, la imitación jurídica del modelo anglosajón instalado en el Norte del continente, y la incorporación de paradigmas y costumbres de naciones europeas que, habiendo sido rivales de la España conquistadora, convirtieron su imagen en un modelo autoritario y medieval, distorsionando su legado humanista.

A fines de esa centuria corrían los vientos del modernismo filosófico y artístico que, por curiosa paradoja, preparaban la vuelta de nuestros escritores a las raíces indohispánicas, y el redescubrimiento de leyes, personajes y sucesos por parte de los historiadores. Nadie podrá negar que el Centenario trajo una cierta revaloración de la etapa indiana, con la publicación de obras relevantes y gestos de amistad hacia España. Una cultura no se improvisa por decisiones políticas.

En 1810, al producirse en Buenos Aires una manifestación de notables, discutida aún, contra el poder español, los habitantes de este suelo hablaban el idioma del conquistador, y su cultura contenía valores que habían posibilitado, defectuosa pero efectivamente, la mestización. Hasta el nombre de la nueva república era una herencia hispánica, debida a la aplicación de una figura poética —la cualidad del río que de plata tiene el nombre— al argentino reyno, por el poeta y arcediano Martín del Barco Centenera.

De esos tiempos de lucha y fundaciones, de avances y asentamientos en complejo proceso, proviene la actual cultura de las provincias y los pueblos, aún cuando ésta haya sido objeto de nuevas colonizaciones. Pero cabe observar que la metrópolis, abierta como toda gran ciudad a los aires y costumbres de cada nueva época, guarda en sus barrios, y su memoria histórica una continuidad profunda con esa cultura troncal a la que damos el nombre de criolla —alterando el sentido estricto de ésta palabra que alude al hijo del colonizador nacido en estas tierras— para designar su condición mestiza.

Olvidar la matriz constitutiva indiana como le gustaba llamarla a Alberto Methol Ferré, significa negar también una parte sustancial de nuestro ethos cultural, ignorar el protagonismo de las provincias, la realidad del ambiguamente llamado folklore —al que con nombrarlo en inglés hemos alienado y convertido en especie artística secundaria o de aprendizaje en academias— y una suma de modalidades ya incorporadas a nuestra vida.

Me refiero a la poesía y la música tradicional, a la copla, el romance, la décima y la sextina, al cuento tradicional, las danzas rurales, los cultos, las creencias, las comidas, que no quiero nombrar por no caer en fatigoso catálogo, los modos de ensillar, de trabajar el cuero y la plata, los enseres, todo aquello que caracterizó la cultura de la época hispánica, matizado con aportes del paisaje y las gentes originarias con las que se mestizaron los invasores. Parecerá que todo esto es pesado y de museo pero es lo que hallamos vivo, quizás distorsionado por el turismo, al viajar por nuestras provincias, y también por América Latina.

La Argentina se ha caracterizado, sin duda, por su distinción europeísta, sus modas inglesas o afrancesadas en el comer o en el vestir, su apertura al libre pensamiento, el liberalismo, las diferentes etapas de la vida intelectual de Occidente. Buenos Aires ha sido vista por las naciones vecinas como la Arenas del Plata, foco de ideas nuevas, sede del progresismo, etc. No tenemos porqué renegar de ello porque también constituye parte de nuestra identidad.

Mi concepto de la cultura se halla lejos de concebir una cultura "folklórica" sea esta urbana o rural. Pero se hace cada vez más evidente el desasosiego cultural e incluso político que proviene de no reconocernos en nuestra identidad total, como nación de raíz indohispánica, receptora de un caudal tan valioso como lo forman el humanismo latino, la fe judeocristiana, la lengua castellana, basamento que nutre a todo un subcontinente. Más allá de la parcial destrucción, ese legado dio lugar a una cultura nueva, cuyo perfil de identidad no puede ser desconocido. Asentar ese perfil de identidad, por cierto dinámico y amalgamante, hace necesario el reconocimiento de una etapa que sigue negada u omitida en la educación y la gestión cultural.

El indigenismo —sin que esto se entienda como negación de las legítimas aspiraciones de los pueblos originarios— es una filosofía anti-histórica, ajena al impulso fundante de la mestización etno-cultural, y resulta funcional en definitiva a los grandes imperios.

En cuanto a la formidable revolución comunicacional creada por los nuevos instrumentos técnicos debería ser puesta al servicio del desarrollo integral de los pueblos, y no ser causa de su alienación, trivialización y división.

Pienso que los prejuicios ideológicos que conducen al indigenismo, o aquellos que —en otro extremo— tienden a una globalización sin identidad propia, además de no responder a la realidad sociológica de nuestros pueblos, son desaconsejables en la etapa de la integración subcontinental, el proyecto más valioso e impostergable que hoy convoca a los latinoamericanos.

domingo, 9 de mayo de 2010

ESTEBAN ECHEVERRIA

Por Rodolfo Puiggrós

Como es costumbre en toda práctica política totalitaria, el régimen de los poderosos estancieros instaurado en 1835 y encabezado por Juan Manuel de Rosas, se presentó con el ropaje de un nuevo orden. Claro que fueron objetivos como la superación del unitarismo extranjerizante o el control a las pretensiones expansivas de los caudillos provincianos, los argumentos fundamentales de este período signado por el absoluto predominio bonaerense y portuario.

A poco de comenzar el nuevo período, un grupo de jóvenes intelectuales le declaró su apoyo a Rosas con la ilusión de apoyarse en él para poner en práctica sus ideas nacionalistas. Subestimaban estos militantes, reunidos en el Salón Literario de Marcos Sastre en 1837, el programa terrateniente y probritánico de la "restauración". No así el principal referente e inspirador de este impetuoso grupo: Esteban Echeverría.

En su obra Rosas, el pequeño, el historiador Rodolfo Puiggrós explica que: "La nueva generación se asomaba a la vida de la inteligencia proclamando la genialidad de Juan Manuel de Rosas y confiando en que, al fin, la nación se había encontrado, en él, a sí misma. (...) El tirano no podía menos que desconfiar desde el primer momento, no obstante las alabanzas que se le hicieron, de los muchachos que se atrevían a opinar desembozadamente sobre el carácter nacional que debía tener la política, la ciencia y la literatura entre nosotros. La palabrita —nacional— debía recordarle, sin duda, las pretensiones, tantas veces invocadas, de los caudillos de provincias de organizar a la nación en un pie de equilibrio que comprendiese a todas las partes de la República. Don Juan Manuel sólo sentía su provincia y, dentro de su provincia, la estancia y el puerto único. Además, toda tiranía es supersensible a la más ínfima manifestación del pensamiento libre, aunque este pensamiento la ensalce. Solo se admite a sí misma como fuente de todo pensamiento”.

Del mismo texto hemos extraído estos fragmentos que delinean la personalidad del autor de El Matadero.



Echeverría había residido en Europa cuatro años y medio. Dejó el país durante la presidencia de Rivadavia y se encontró al regresar con el primer gobierno de Rosas.

En la Francia agitada por las convulsiones que precedieron a la revolución de 1830, el argentino descubrió el sedimento de amargura y descontento que en las conciencias mas avanzadas de la época había dejado la revolución burguesa. No se dejó encandilar como Rivadavia por las luces de la civilización europea, sino que recogió la visión crítica de que estaban impregnadas las obras de los socialistas utópicos.

Tuvo la suerte de mezclarse con el pueblo y vivir la existencia sencilla del forastero anónimo, en vez de frecuentar las antesalas de las cancillerías o de tratar en los salones a los mas brillantes y menos representativos de los hombres públicos. Fue anotando las obras de los escritores franceses "desde Pascal y Montesquieu hasta Leroux y Guizot" y asimilando los conocimientos más variados.

Pero nada contribuyó tanto, sin duda. a darle una concepción definida que luego aplicaría a la solución de los problemas de su patria, como el espectáculo de las luchas políticas y el empeño de los santsimonianos por superar las contradicciones creadas por la sociedad capitalista que la revolución había alumbrado de las entrañas de la sociedad feudal.

Echeverría pisó nuevamente tierras del Plata con la conciencia orientada por dos líneas convergentes: una posición eminentemente crítica ante los problemas sociales y la inquebrantable creencia de que éstos solo podían encontrar solución en la Argentina partiendo de los antecedentes nacionales y de la realidad concreta de su. estado de desarrollo económico y político.

Volvió a su patria no para deslumbrarla con las maravillas de la civilización europea, sino para ponerla a la altura del más alto grado de progreso alcanzado por la humanidad en su época.

(...) No asumía la posición pedante de los próceres unitarios, que extraían conclusiones afrentosas y se avergonzaban al comparar el atraso de América con el adelanto de Europa. Echeverría —romántico en literatura y socialista utópico en política— se sintió de inmediato sugestionado por el paisaje y la vida de su tierra natal. Toda su obra poética fue inspirada por el afán torturante de descubrir y realizar lo nacional en literatura, como poco después trataría de lograrlo también en política y sociología.

"Celebridad de Mayo", "Profecía del Plata antes de la Revolución de Mayo", "Elvira o la Novia del Plata", "Cautiva", "El Matadero" revelan, hasta en sus títulos, el sentido nacional de su obra poética.

La imaginación de los jóvenes literatos, poblada de dioses griegos y clásicos latinos, debió ser, sin duda, reciamente sacudida por los poemas de ese innovador, del que esperaban alambicadas recetas europeas y les señalaba, en cambio, el camino de lo nacional.

El poeta vio sucederse en esos agitados días los gobiernos de Balcarce y Viamonte, la expedición al desierto, la revolución de los restauradores y la vuelta de Rosas al gobierno con la suma del poder público. No se ilusionó, empero, como Sastre y Alberdi, por las esperanzas que despertaba la iniciación de la tiranía y se negó a entonar loas al conquistador del desierto.

Su influencia sobre los jóvenes del "Salón Literario" fue inmediata y decisiva. En dos disertaciones que compuso para ser allí leídas desarrolló brillantemente las ideas que serían la base de su credo social. Dijo en la primera:

"Nuestros sabios, señores, han estudiado mucho, pero yo busco en vano un sistema filosófico, parto de la razón argentina y no la encuentro; busco una literatura original expresión brillante y animada de nuestra vida social, y no la encuentro; busco una doctrina política conforme con nuestras costumbres y condiciones que sirva de fundamento al Estado, y no la encuentro. Todo el saber e ilustración que poseemos no nos pertenece; es un fondo, si se quiere pero no constituye una riqueza real, adquirida con el sudor de nuestro rostro, sino debida a la generosidad extranjera. Es una vestidura hecha de pedazos diferentes y de distinto color, con la cual apenas podemos cubrir nuestra miserable desnudez".

"El pobre pueblo ha sufrido todas las fatigas y trabajos de la revolución, todos los desastres y miserias de la guerra civil y nada, absolutamente nada, han hecho nuestros gobiernos y nuestros sabios por su bienestar y educación. Nuestras masas tienen casi todos los vicios de la civilización sin ninguna de las luces que los modera”.

En la segunda disertación va más a fondo en el análisis de los problemas argentinos. Su crítica del atraso económico del país es aguda y de una impresionante exactitud. Dice:

"El humilde artesano puede en su taller bastarse a sí mismo para ganar lo suficiente para la vida y satisfacer sus limitados deseos; pero las grandes operaciones de la industria fabril, mercantil, agrícola, exigen capital y brazos. Nosotros carecemos de uno y de otros, y de aquí resulta que tensamos que mendigar del extranjero lo necesario en estos ramos para satisfacer nuestras necesidades, dándole en cambio los escasos productos de nuestra industria".

“Verdad es que los campos y haciendas han tomado después de la revolución un valor infinitamente mayor que el que antes tenían, merced a la libertad de comercio; pero este valor no es debido a ninguna transformación ni mejora en la cría de animales ni en los productos de nuestra industria, sino a la concurrencia del extranjero en demanda de esos frutos, y al aprecio y estimación que de ellos se hace. Debemos esa riqueza, mas a la naturaleza que a nuestra industria y trabajo".

Y luego enjuicia sin nombrarla a la política rivadaviana y afirma que a nuestra sociedad primitiva no pueden aplicársele los métodos propiciados por los economistas europeos para sociedades desarrolladas. Aconseja transformar al máximo los productos ganaderos antes de enviarlos al extranjero y que nuestro país

"antes de construir canales y puertos, piense en mejorar los caminos, en facilitar los medios de transporte, en remover las infinitas trabas naturales que se oponen a su desarrollo, que se afane más para fundar el resultado de sus especulaciones en el cálculo y la diligencia y la actividad, que se ponga a cubierto de las inclemencias de la naturaleza, que cave pozos, que construya aguadas permanentes para abrevar sus haciendas, que no se entregue a la providencia, sino que confíe en su trabajo y diligencia".

Llega finalmente a plantear la situación de la clase más esquilmada y oprimida de la campaña: los pobres labradores, aquellas "polillas" que en 1810 había visto el visitador García sucumbir bajo el yugo del estanciero.

“Los habitantes de nuestra campaña —dice— han sido robados, saqueados, se les ha hecho matar por millares en la guerra civil. Su sangre corrió en la de la independencia, la han defendido y la defenderán, y todavía se les recarga con impuestos, se les pone trabas a su industria, no se les deja disfrutar tranquilamente de su trabajo, única propiedad con que cuentan mientras los ricos huelgan''.

(...) A continuación explica de la siguiente manera el abandono en que se tiene a los agricultores:

"Malograda la cosecha, los infelices pierden su trabajo, se empeñan sobre el fruto de su trabajo venidero para poder subsistir mientras llega el tiempo; y lejos de hacer ahorros para acumular riquezas, salen de la miseria. Si la cosecha es buena, o ha sido bueno el año, unos para recoger su trigo, piden prestado; otros enajenan el derecho de recogerlo a medias: otros lo venden en la sementera, porque ninguno tiene recursos para hacer frente a los gastos de levantarla. Contados son los que llevan su trigo (por los crecidos gastos de transporte) y logran un precio acomodado por su trabajo".

(...) "¿Y es posible que no se hayan tomado providencias por nuestros gobiernos para fomentar este ramo de industria ¿Es posible que tierras tan fértiles como las nuestras, consagradas únicamente al pastoreo y siembra de trigo y maíz, apenas produzcan lo suficiente para el consumo de la Provincia, cuando podían abastecer medio mundo? ¿Es posible que cuando la cosecha es mala media población no coma pan, y la otra media, caro y malo?".

"¿No podrían, tantos caudales consumidos en vanas empresas, ser empleados en establecer emigraciones regulares en las tierras de chacras? ¿No podría estimularse y protegerse a los labradores industriosos que no tienen campo de propiedad suya, dándoles suertes de chacras, que se han malvendido? ¿No podrían premiarse a los más diligentes, suministrándoles recursos para cosechar, con un fondo público que se destinase a este objeto para que no malgastasen y empeñasen su trabajo, e hiciesen ahorros?"

Termina el manuscrito de la disertación con estas dos frases que quedan truncas:

"Pero lejos de hallar protección de los gobiernos, los labradores, la industria rural no encuentra sino inestabilidad y desaliento. El estado de guerra en que nos hallamos desde la revolución y con los salvajes y aún con nosotros mismos, y el régimen militar que reina en la campaña..."

Los párrafos transcriptos bastaban y sobraban para sembrar la. alarma en el oficialismo rosista. El delator Pedro de Angelis indicó al tirano que había llegado el momento de clausurarlo.

Los "muchachos reformistas y regeneradores" pasaron a la ilegalidad. Sastre, Echeverría, Alberdi, Gutiérrez y todos sus compañeros son vigilados de cerca y perseguidos por los alguaciles de Rosas.
Resuelven entonces organizar una sociedad secreta.

Así nació la Joven Generación Argentina o Joven Argentina con el propósito de "consagrarse a trabajar por la Patria".